“Es más fácil obtener lo que se desea con una sonrisa que con la punta de la espada”, decía William Shakespeare. Y espadas de las intelectuales, de las que cercenan la creatividad y la ilusión, han existido siempre en la educación. Espadas cargadas, muchas veces de buenas intenciones; espadas espesas de rígido conocimiento y ausencia de matices; espadas empuñadas con soltura por maestros de los monólogos… En resumen, espadas afiladas por la sobriedad de una enseñanza desprovista de emoción.
Por otro lado, se ha oído decir siempre que la letra con sangre entra, pero la sangre se vuelve mucho más espesa cuando los codos se llenan de callos y los traseros se aplanan por la rigidez de las sillas escolares. Es posible que a base de insistencia la letra acabe por entrar por esas venas rígidas de la enseñanza formal y ceñuda, de gesto adusto del profesional de tiza, tarima y encerado. Sin embargo, los avances en el conocimiento científico, por no hablar del sentido común y la experiencia, dan muestra de que donde hay emoción la letra no es que entre… fluye y penetra en los circuitos neuronales del aprendiz.
La risa y la emoción como elementos educativos
He leído y escrito mucho sobre innovación educativa, metodologías emergentes, nuevas tecnologías, aprendizaje experiencial, desarrollo de competencias o romper horarios y tirar muros. Todo eso forma parte del futuro de la educación. Pero reflexionando sobre mi propia práctica educativa, analizando los momentos en que mis estudiantes han sido verdaderamente felices y proactivos -cuando el aprendizaje se ha deslizado de forma absolutamente liviana y sin esfuerzo- encuentro un patrón que, inexorablemente, se encuentra presente con independencia de la metodología utilizada: el sentido del humor.
Es cierto que el humor es en muchas ocasiones inherente a la persona y que resultaría francamente inverosímil abrir una cátedra humorística en la universidad o añadir la asignatura de chistes malos en la Facultad de Educación. ¿Os imagináis al solemne y mesurado profesor de universidad comenzando las clases de sus asignaturas de nombre recargado con un ‘Cómo están ustedes’?
Nuestros propios complejos y la constante presión social nos obligan a adquirir un talante serio y ponderado en todo lo que respecta al mundo educativo. El sentido del humor es una actitud ante la vida que los profesionales de la educación debemos poner en valor. Mi propia experiencia en cursos de formación, ponencias, charlas… me confirma que la diversión hace digerible el más ‘tocho’ de los rollos que un profesor pueda soltar y, por el contrario, su ausencia puede agriar el más chulo de los proyectos programados.
La sociedad, el sistema educativo, los poderes políticos, los equipos directivos, las familias, los claustros y, finalmente, nosotros mismos, debemos fomentar una sociedad de la risa y la emoción que derribe los muros de la rigidez que nosotros mismos levantamos por miedo a que nos tachen de frívolos.
Tenemos la fortuna de trabajar en la profesión más maravillosa del mundo… ¡Tenemos motivos más que suficientes para reír! Concluyo con unas palabras del maestro y dramaturgo de la Generación del 27 Alejandro Casona: “No hay ninguna cosa seria que no pueda decirse con una sonrisa”.
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