Sociólogo y educador argentino, Ignacio Iturralde analiza Rita, la serie de televisión que realiza una narrativa vital a la vez que compleja sobre la escuela y ahonda en la personalidad de su protagonista. ¿Has visto la serie? ¿Estás de acuerdo con su opinión?
Siguiendo la recomendación de una colega, comencé a ver la serie Rita. La trama transcurre en Dinamarca, donde el prestigio asociado a la educación dista años luz del caso argentino. Sin embargo, existe un horizonte común que subyace a toda la historia y que la vuelve relevante también para nosotros: la recapitulación permanente sobre por qué y cómo educar en el siglo XXI, y desde qué legitimidad hacerlo. Uno de los tantos méritos de ‘Rita’ es romper con la idea de que la incomodidad, con lo que sucede día a día en la relación asimétrica alumno-maestro, es exclusiva del primero.
En el caso de los estudiantes, la escolaridad se suele vivenciar como alienación, como paréntesis con la realidad (solo interrumpida cuando toca el timbre) y llega a verbalizarse en el tan mentado ‘estoy aburrido’ del adolescente. Para los adultos esta insatisfacción aparece como una creciente dificultad para provocar aprendizajes y ‘poner el cuerpo’ en un oficio que (nos) expone frente a la mirada de la dirección, los colegas y los alumnos.
Rita cree en lo que hace
Rita, la ¿heroína? de la serie, es una maestra de cuarenta y pico años que reparte su vida entre la dedicación a sus alumnos y la crianza en soledad de sus tres jóvenes hijos. Bajo una primera capa de lectura podríamos encontrarnos con la Rita anti-sistema, rebelde ante las normas y las formas escolares tradicionales, la que no tiene ningún complejo en fumar en la escuela o mantener un amorío con el director (a la vez que con el papá de una de sus alumnas). Pero apenas buceamos bajo esta superficie nos encontramos con una mujer que quiere a sus estudiantes y es apreciada y respetada por ellos.
También vemos a una docente que cree en lo que hace; que procura una enseñanza auténtica basada en recorridos y vivencias que no resuenen a artificio escolar; que se permite dudar y cambiar una decisión pedagógica si no la considera adecuada; y que habilita la circulación del conocimiento de manera amable para que sus alumnos comiencen a tomar (algunas) decisiones y desplegar la vida frente a sus pares (como el día que les pedía que eligieran una poesía, la leyesen ante la clase y evocasen que significado personal tenía para sus vidas).
Sin embargo conducir un grupo de aprendices implica asumir un contexto de incertidumbres y desconfianza que la escuela ya no resuelve desde lo institucional. Me refiero a la degradación de lo escolar que ha perdido el monopolio institucional del acceso al conocimiento, que no logra re-validar la alianza familia-escuela y cuyo curriculum y abordajes pedagógicos no alcanzan para dar cuenta de las nuevas realidades. Pero apunta también a un modelo social en el que se ha entronizado a la juventud como una aspiracional existencial. Si la experiencia no confiere la autoridad de antaño y la edad no conlleva una responsabilidad por las jóvenes generaciones, entonces conviene preguntarnos junto a Narodowski ¿en qué lugar y con qué instrumentos quedamos los adultos en ‘un mundo sin adultos’?
¿Falta de madurez?
Esta pregunta atraviesa existencialmente a Rita. En un momento de la trama, tensionada por los problemas laborales y la pésima relación con su madre, llega a una toma de conciencia repentina: “Elegí la docencia para salvar a los chicos de sus padres”. El problema de Rita es que para estar a cargo de una clase también debe asumirse como adulta. Y aquí sobreviene la bofetada más dolorosa que le espeta su alumna más odiosa, aquella que descalifica a sus compañeros de clase desde un acceso sofisticado al saber. Rita le invita a escribir un graffiti como forma de rebelarse y vivir la adolescencia. Cuando la chica se niega, Rita le señala que no tiene amigos porque actúa como una persona de 40 años. Entonces sobreviene el baldazo de realidad: “¡Y tu parece que tuvieras 14 años! ¡Por eso no le agradas a los adultos!”.
En el acto de educar confluye misteriosamente en un inter-juego de voluntades: la del experto autorizado que quiere enseñar con la del neófito que se empeña en aprender. En este punto nuestra protagonista no logra lidiar con la tensión entre el desempeño profesional y el involucramiento personal. Si bien genera vínculos empáticos y afectivos con sus alumnos, no llega a plantarse profesionalmente como un adulto (por su vida familiar, sus amoríos o el vínculo intrincado con sus colegas). Por ello, la legitimidad desde la que se posiciona Rita frente al aula es muy sintomática de nuestra época: la del desempeño, refrendada en vivo por la destreza docente que se pone en acto cada día y nunca la del origen.
El desafío de educar
En esta ‘renguera’ quizá radique la tensión narrativa y el desgarramiento existencial que tanta empatía nos genera Rita. Ella es tan consciente de la magnitud del desafío de educar como de sus limitaciones personales. Esa dolorosa constatación, que nos humaniza cuando reconocemos nuestros límites, puede insuflarle autenticidad y cercanía a nuestro oficio docente. Estoy convencido de que este baño de humildad es la forma más sana de asumir la asimetría docente-alumno.
Descalificada últimamente como autoritaria o anacrónica, se trata en realidad de una desigualdad situacional. En este trayecto, los educadores podemos aprender con la experiencia a priorizar aquellas prácticas de enseñanza que dejan huella en los proyectos vitales de nuestros alumnos. Y muchas veces lo hacemos desde nuestro testimonio, casi sin darnos cuenta que para enseñar hay que estar dispuestos a aprender, en este caso a legitimarnos cómo podemos: desde el estilo personal, lo institucional, el origen, nuestras credenciales de estudios, nuestros pequeños talentos relacionales, o con la combinatoria que sea factible, aunque nunca lleguemos a explicitarlo.
Ignacio Iturralde es sociólogo y educador argentino.
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