Cada tarde a las 20:00h, cientos de miles de ciudadanos salían a sus balcones para aplaudir a nuestros sanitarios en su incansable batalla frente a un virus que cambió de la noche a la mañana nuestra manera de ser, de relacionarnos y, en definitiva, nuestra manera de vivir.
Pero si hay algo que cambió esta terrible pandemia fue la función educativa de las familias. Pasaron de dejar a sus hijos a las puertas del colegio, de acompañarlos a las extraescolares y de dejarles la consola encendida a pasar el día entero con ellos. Es decir, 24 horas todos los días en los que conocieron mejor sus gustos, sus miedos, sus preferencias, sus aspiraciones… Este virus les otorgó tiempo de una manera cruel, infame, e incluso, injusta, si me permiten, pero al fin y al cabo tiempo que necesitaban para volver a estar con sus hijos.
Los mejores maestros
Las familias se transformaron en los mejores maestros que ningún niño pudo tener. Asesorados por los docentes, que hicieron un esfuerzo sobrehumano, se doctoraron en Matemáticas, Física, Química, idiomas… sin que muchas de ellas hubieran pisado una facultad en su vida y, además, teniendo como únicas herramientas el pundonor y el esfuerzo para sacar esa difícil situación hacia delante.
Tuvieron que tirar de valentía y coraje, ya que muchas de ellas habían perdido algún ser querido o amigo cercano. Algunos perdieron sus empleos, sus ahorros, sus negocios… pero sacaron fuerzas de donde no había para mostrar su mejor sonrisa, abrir el libro o la tableta y explicarles la lección de la mejor manera que sabían.
Y en los instantes en el que nuestros gobernantes se debatían si era conveniente o no reabrir las aulas (cómo si se tratara de algo que les pueda convenir a ellos y no a los protagonistas de esta locura, los niños) las familias alzaron la voz y pidieron calma y medidas concretas pero sobre todo seguras, porque lo que se dejaba en las aulas no eran muebles, sino el mayor de sus tesoros. Las familias seguirían las indicaciones de sus docentes y continuarían sentados cada tarde explicándoles la lección y asegurándoles que todo terminaría bien.
Después de la crisis sociosanitaria
Cuando todo esto acabe, que acabará, habrá que replantearse muchas cosas.
Por un lado, la idoneidad del currículo educativo, el papel de las instituciones, las reducciones de ratio, la formación de los docentes, la inclusión real del teletrabajo con medios adecuados, y sobre todo, el papel de las familias en la educación de nuestros hijos.
Esta crisis nos ha dejado claro una cosa: el papel primordial de las familias en la educación de su prole. Además, la emoción, el afecto, la resiliencia o la empatía son aspectos indivisibles en el currículo educativo y se ha puesto en evidencia durante este tiempo que los miembros de la unidad familiar son los agentes idóneos para el desarrollo de estos conceptos. Ya no valdrá la falta de tiempo, no se podrá justificar que no se encuentran preparados, no hay lugar para los miedos…
Es el momento de enterrar esa malograda frase de “en casa se educa y en el colegio se enseña”, porque si algo nos ha enseñado esta pandemia es que tanto docentes como familias han educado y enseñado a partes iguales. Con distintas herramientas, con diferentes conocimientos, pero con un único fin: el bienestar de nuestros pequeños.
Propongo desenterrar el hacha de guerra para que ambos bandos tan distantes antaño unan sus fuerzas en beneficio de la educación y de la enseñanza. Hemos demostrado saber trabajar en equipo y eso no habrá virus ni pandemia que nos lo quite.
Hoy mi aplauso va para ustedes, familias, porque para mí son los verdaderos héroes de esta historia.
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