En el mundo empresarial se utiliza una fábula para explicitar la innovación disruptiva. En mi opinión es una metáfora que sintetiza a la perfección la realidad que vive el mundo educativo actual.
Esta fábula comienza hablando de un maestro y su discípulo. Ambos peregrinaban por la India compartiendo su sabiduría. Uno de sus trayectos les hizo pasar por un pueblo perdido en las montañas.
Al llegar a las afueras, les sorprendió ver que no había apenas casas ni cultivos, solo unas pobres chabolas destartaladas. Iban andando por sus calles, si es que se les podía llamar así, y se toparon de frente con un hombre tan andrajoso como los demás. El discípulo no pudo contener más su curiosidad y le preguntó:
- Oye, ¿qué es lo que pasa en este pueblo?
- Mira – le dijo -, ¿ves aquella casa en el centro del pueblo? Pues allí dentro tenemos a nuestra vaca. Es el único sustento que tenemos en este pueblo y entre todos nos ocupamos de que no le falte de nada. La protegemos y la cuidamos como nuestro bien más preciado porque si un día faltara no sabríamos qué hacer. Ella nos da leche con la que hacemos mantequilla, yogures requesón… Y con eso se alimenta todo el pueblo.
El pobre hombre se fue con un ataque de tos y el discípulo y el maestro decidieron pernoctar en el pueblo. Era noche cerrada cuando el maestro habló por primera vez:
- Coge la vaca y empújala por el barranco.
Con todo el dolor de su corazón, el discípulo sacó a la vaca de su chabola y la empujó por el barranco.
Muy de madrugada maestro y discípulo se marcharon de aquel lugar sin decir nada a nadie.
Muchos años después el discípulo, ya convertido en maestro, volvió a pasar por aquel pueblo. Su sorpresa fue mayúscula cuando ya desde lejos pudo vislumbrar la bonanza y el frenesí de actividad de aquel pueblo. Las casas se habían reconstruido, las calles asfaltado y la gente vestía con modestia pero con elegancia. Casualmente se topó con el mismo hombre con el que hablara años atrás, y no pudo evitar preguntarle:
- ¿Qué es lo que ha pasado aquí? Vine hace años y erais un pueblo pobre que solo tenía una vaca.
- ¡Hombre, la vaca! – dijo divertido – ¡Cuánto tiempo! Pues mira, como bien sabrás, toda la economía de este pueblo estaba basada en aquella pobre vaca, pero una noche desapareció sin más y casi nos volvemos locos. Por más que buscábamos, no aparecía por ningún lado, estábamos todos desesperados. No me acuerdo quien la encontró, fue casi por casualidad, al fondo del barranco. Estaba muerta la pobrecilla. Se debió escapar y caer durante la noche. Parecía el fin, pero algo teníamos que hacer, no había más opción. Como para nosotros su carne es sagrada y no la podemos comer, la cortamos, antes de que se pusiera en mal estado, y la vendimos al pueblo de al lado. Con el dinero de esa venta compramos gallinas para que nos dieran huevos. Con los huevos que nos sobraron nos pusimos a comerciar y conseguimos comprar unos cerdos. Con su carne compramos bueyes con los que comenzamos a arar la tierra. Y, ¡fíjate! Ahora somos uno de los pueblos más prósperos de la comarca. Y, pensar que perdimos tanto tiempo con aquella pobre vaca.
El discípulo asintió y se marchó, habiendo aprendido la última lección de su maestro, años después de que este hubiera muerto.
Ahora cambiemos los elementos de la historia:
Pongamos, a base de mucha imaginación, que ese país es, en realidad, la escuela. Un país variado, heterogéneo, pero con un sistema de creencias perfectamente definido y muy particular.
En la cultura India, la vaca es un animal sagrado, intocable… cada India, tiene su vaca. Digamos que en la educación, la vaca es el libro de texto. Ese elemento ancestral y místico, que encierra en sí mismo la llave del saber. Imaginemos que el fervor que profesan los hindúes hacia este animal común es el mismo que el de los maestros hacia la guía didáctica. Y haciendo un esfuerzo todavía mayor, pongamos por caso la programación de aula que se copia directamente de la editorial.
En este supuesto -siempre supuesto, claro-, los aldeanos somos los profesores, maestros y maestras, educadores y equipos directivos… aquellos que nos nutrimos de esta ancestral vaca y la cuidamos con la reverencia y el respeto que merece. Nuestra vaca, que para muchos no es más que un simple animal, ha sido venerada desde tiempos inmemoriales. Por esto motivo y a pesar de tener una excelente carne, no la podemos comer, ni usar su piel para hacer cuero… Si lo pensamos con frialdad, vivimos pobremente de una vaca que no tiene suficiente leche para todos y a la cual no nos atrevemos a sacrificar para comer su carne porque en nuestro sistema de creencias es un animal sagrado. Nuestra vaca, tísica y con poca leche, tiene fecha de caducidad.
Resulta además que nuestros niños, acostumbrados a una dieta variada repleta de otros manjares, han desarrollado una ligera intolerancia láctea que les hace harto difícil la digestión de esta proteína. Pensad en el embudo con el que cada día tratamos de llenar los estómagos mentales de estos niños de la era digital con la lactosa de los libros de texto. Algunos ven esta realidad como inevitable, otros muchos intuyen que las digestiones mentales de sus alumnos no son lo buenas que deberían ser, que algo debe funcionar mal. Podemos divagar una y mil veces sobre los beneficios que obtendrían nuestros alumnos con una dieta más equilibrada en la que el lácteo fuera una variable más…
Pero, ¿quién será el discípulo que se atreva a empujar la vaca por el barranco? O, ¿tendremos que esperar a que una noche alguien la haga desaparecer? Debemos tener por seguro que nuestra vaca ya ha dado toda la leche que tenía y que cuando menos nos lo esperemos, alguien decidirá empujarla. Puede llegar el día que nos veamos sin vaca y sin medios para reemplazarla.
No obstante, mientras haya ilusión hay esperanza. Los aldeanos, en el momento de crisis, de inevitabilidad, ponen en marcha un nuevo sistema de creencias. Se enriquecen. Innovan. Crecen.
El libro de texto proporciona un espacio de seguridad difícil de abandonar. Pero es momento de que, entre todos, comencemos a empujar a la vaca hacia el barranco… o vayamos pensando qué hacer con su carne.
Pablo J. Díaz Tenza, maestro de Primaria
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